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En 2002, Emilio Martínez Lázaro rodó “El otro lado de la cama”, una comedia que batió en ese año y los siguientes récords de taquilla en nuestro país. Por esas fechas le pedimos que nos escribiera algo sobre el cine que más le inspiraba. Y lo hizo sobre la comedia norteamericana y más específicamente sobre los denominados “slapstick” y “screwball”. Su reflexión la publicamos en AGR 19 de otoño de 2003.
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El artículo viene igualmente como anillo al dedo por la nueva comedia que acaba de estrenar y que lleva camino de convertirse en la película más taquillera de nuestra historia cinematográfica:” Ocho apellidos vascos”. Se inicia así: Querido Antonio (García-Rayo), espero que sea algo parecido a lo que esperabas. He reflejado pensamientos que tuve durante el montaje de “El otro lado de la cama”. Como verás, parto de grandes generalidades sobre la comedia más genuina, y luego voy a mi terreno, aplicándolo a los problemas que me planteé haciendo la peli. Un abrazo, Emilio.
Hay dos términos originales y propios de la comedia cinematográfica que la han caracterizado desde los tiempos de Mack Sennet: “slapstick” y “screwball”. Para entendernos, “slapstick” se refiere a la comedia de golpe y porrazo. En cuanto a la “screwball” comedy, creo que nadie la definió nunca. Howard Hawks lo intentó, disgustado tras el fracaso inicial de “La fiera de mi niña” (“Bringing Up Baby”, 1938). Dijo que la “screwball comedy” era aquella donde todos los personajes son “screwball”, excéntricos, chiflados, pero sabemos hace mucho tiempo que la definición no puede contener lo definido.
Hawks decía que su error había sido precisamente que todos los personajes fueran así, que no hubiera uno solo que no fuera extravagante. Si al menos el jardinero o el sheriff hubieran sido personas normales y corrientes..., se lamentaba. Desde luego que estaba equivocado, aunque es posible que de cara a la taquilla una comedia es más segura si el público encuentra algo de normalidad por la pantalla, pero eso no la hace mejor.
Como en otra película muy posterior donde predomina el “slapstick”: “El guateque” (“The Party”, 1968), de Blake Edwards. Otra vez tenemos un mundo cerrado, especial, donde pueden suceder los accidentes más disparatados siempre que no se detenga la máquina que los pone en marcha, en este caso el personaje de Peter Sellers. Aquí, sin embargo, tenemos varios personajes normales que miran perplejos las hazañas de Sellers. Especialmente la protagonista femenina.
Eso simplifica la relación con el espectador, que tiene personajes con los que identificarse, o que lo remiten al mundo real, de la naturalidad. Sin embargo, lo que hace precisamente de “La fiera de mi niña” una película impar es que tiene un mundo propio, poblado por personajes sumamente originales, donde la moral ocupa el último lugar en sus preocupaciones y la sensación que predomina es que esa pandilla de lunáticos juegan a algo muy divertido.
Son dos comedias con estilo propio, por supuesto, pero también con mucho en común. Entre otras muy distintas, pero también obras maestras, podríamos citar a modo de ejemplo “Ser o no ser” (“To be or not to be”, 1942), de Lubitsch, donde predomina la farsa. O “Luna nueva” (“His Girl Friday”, 1940), de Hawks, que, aunque está basada en una tragicomedia de costumbres, abandona completamente ese terreno para convertirse en una especie de comedia ácido-romántica de estilo muy peculiar y seguramente único.
O las películas de Preston Sturges, con abundantes secundarios “screwball” viviendo dentro de una comedia sentimental de costumbres. Y podríamos seguir citando un montón de grandes películas hasta llegar a Woody Allen, cada una con su estilo propio, una mezcla a partes desiguales, según los casos, de ironía, sátira, farsa, costumbrismo, vodevil y por supuesto “screwball” y “slapstick”, dos estilos que pertenecen casi en exclusiva al cine.
Sin embargo, cuando son analizadas, todas reciben la misma clasificación: son comedias, y a continuación se indica si son o no divertidas, y poco más. Se alaban o critican las composiciones de los actores. Se dice por ejemplo que Cary Grant es el mejor especialista del género, que es un grandísimo actor, pero no se dice nunca por qué es tan bueno. Si la comedia es satírica se comenta el objeto de la sátira, pero no se analiza ésta. En una comedia de costumbres se comentan las referencias tan agudas de los tipos que pueblan el film. Si es una “screwball” pura, la mayor alabanza será que nos hemos tronchado de risa, nunca se hablará de lo que trata el film y por qué a nosotros, personas tan inteligentes, nos hizo reír tanto tanta insensatez. Si se trata de una comedia romántica, sencillamente no se dirá casi nada.
No se tome esto como “La queja del director de comedias al cual los críticos no toman en serio”. Son más bien las reflexiones de un espectador que se pregunta por qué siempre tuvo esa preferencia hacia ciertas películas cómicas, que podía ver incansablemente, mientras tantas otras de aparente, o real mayor enjundia perdían interés con el paso del tiempo hasta hacer penosa su contemplación.
El problema viene de antiguo. Existen mil teorías y aproximaciones a la tragedia y al drama, pero sobre la risa y el humor tenemos mucho menos material teórico. Los manuales modernos sobre la escritura del guión tienen la osadía (e ignorancia) de indicar en qué punto exacto del desarrollo temporal deben colocarse los giros argumentales. Hablan de la división obligatoria de personajes en protagonista, antagonista y otras clasificaciones. De las tramas y subtramas. De si deben ser tres o cuatro las divisiones o actos del argumento, etc.
Pero no he leído una sola palabra acerca del interés que despierta en el espectador una buena escena cómica, esté o no colocada en un punto de la historia o en otro distinto, pertenezca o no a la trama principal, haga avanzar la historia o simplemente la deje en el mismo lugar que estaba. O qué servidumbres conlleva adoptar un tono de farsa. Si el humor también debe ir hacia un clímax, o más bien debe ser alimentado con “gags” y situaciones en los planteamientos iniciales.
Cuestiones todas ellas a las que nadie sabemos dar respuesta. Si el escritor o director se mueven casi siempre por intuiciones y siguiendo su propio gusto, cuando se trata de una comedia la regla es tan abusiva que no es infrecuente que el pánico se apodere de los responsables de la producción (el pánico del director se da por supuesto) mediado el rodaje o en las primeras visiones de la película recién terminada, a causa de que los puntos de referencia se han perdido por completo y ya no se sabe si aquello tiene gracia, coherencia o algún sentido.
El poder del humor sigue resultando misterioso. “Definir el humor es como pretender pinchar una mariposa con el palo de un telégrafo”, dijo Jardiel Poncela. Henri Bergson se interesó profundamente por la risa, quizá porque creía que “Siempre que hay alegría hay creación. Mientras más rica la creación, más profunda la alegría”. Para él, la comedia es la incrustación de lo mecánico en lo orgánico, definición que alguien creía perfecta para los films de Buster Keaton.
Freud también se interesó por el humor en varios escritos, principalmente en “La broma y su relación con el inconsciente”, aunque se refería más a los chistes aislados que a la organización cómica que requiere la comedia. La fiera de mi niña debe ser de cabo a rabo un buen material para un psicoanalista, para no hablar de las comedias de Billy Wilder, que no ignoran en su construcción las teorías freudianas. Pero, en general, la risa y el humor han ocupado un lugar secundario en las preocupaciones de los pensadores.
El padre por excelencia del razonamiento, Descartes, opinaba que “la alegría que nace del bien es seria, mientras que la que nace del mal va acompañada de risas y burlas”. Y esto en un librepensador. Para el Cristianismo la risa siempre fue pecaminosa, y aunque Lutero la alabó, sus seguidores se mostraron más severos aún con la misma que la jerarquía católica. Sin embargo, un filósofo tan poco dado a las bromas como Nietzsche nos desvela la razón última del humor al asegurar que “el hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”.
Durante la reescritura del guión de “El otro lado de la cama”, en 2001, con David Serrano, me preguntaba qué sentido final tenía aquel barullo, si es que tenía alguno. Y si no tenía ninguno había que buscarlo, y pronto. El público sabe intuitivamente cuándo una película tiene una organización interna lógica, y si no la encuentra, si todo se resume en una acumulación de efectos, sean de acción, de efectos especiales, cómicos o de cualquier otro tipo, entonces rechaza la película.
David se interesaba más por las réplicas de los personajes y los gags, pero yo le decía que había suficiente material cómico, de lo que se trataba ahora es de la coherencia de la historia, de que los personajes, aunque sumidos en una farsa, resultasen reconocibles por el público, y, sobre todo, de que la historia nos llevase a algún sitio, tuviera una conclusión. ¿Y por qué esa preocupación? ¿No tenía yo la referencia de la comedia “screwball”, que puede tener lugar en el territorio de un cuento de hadas moderno, como en “La fiera de mi niña”, o de la sátira sexual, que puede desarrollarse sin miedo a resultar inverosímil, como en “Con faldas y a lo loco” (“Some Like It Hot”, 1959)?
Precisamente la referencia es lo que asusta. Porque a esas obras maestras las sostiene en pie la perfección del conjunto: si no funcionasen como una máquina de relojería, si detuvieran su diversión por un momento y nos dieran la posibilidad de mirarlas desde lejos, correrían el peligro de desmoronarse en sus piezas esenciales, y entonces, al quitarle la comicidad al personaje de Jack Lemmon, vestido de mujer de manera intencionadamente poco convincente, la sátira se convertiría en una astracanada vulgar. O la acumulación de personajes disparatados de La fiera de mi niña haría de la película un disparate sin más, dejaría de ser una encantadora historia de seducción para convertirse en otra de unos acaudalados millonarios que hacen el idiota en un condado poblado por mentecatos.
Así que, no atreviéndome yo a tanto, prefería tomar el camino de la prudencia, y hacer lo posible porque aquella farsa de engaños continuados y múltiples, donde por si fuera poco los personajes se ponían a cantar y bailar cada dos por tres, estuviera engarzada en una realidad que el espectador reconociera. La idea era que los personajes nos resultaran cercanos, que nos pudiéramos identificar con ellos. Teníamos a favor que la anécdota central podía ser una historia muy reconocible entre el público, bien por experiencias propias, o de gente cercana.
Además, me propuse que ninguno de los personajes quedara como el “malo” de la historia, y que aquellos que hubieran sido más desconsiderados resultaran especialmente ridiculizados y castigados por el desarrollo de la historia antes de llegar al final. Esto sucede especialmente con el que interpreta Alterio y el del taxista hipermacho de San Juan.
Aún así, hay tres personajes en la mejor tradición “screwball”. Son el taxista aludido, la chica que se comunica por medio de listas y el detective privado, pero los cuatro protagonistas conservan un fondo de realismo que me parece que ha sido básico para el éxito del film. En cuanto al “slapstick”, tenemos una escena hacia el final: el partido de tenis de los dos protagonistas. Es un buen ejemplo para comprobar las dificultades de un director ante la comedia. Es una escena crucial. Los personajes acaban de descubrir mutuamente sus engaños y se va a producir el enfrentamiento. Después de todo lo que ha pasado no cabe duda de que estamos ante el clímax de la historia, y este se va a resolver... por medio del “slapstick”, del golpe y el porrazo.
Ahora imaginemos que lo hemos hecho tan mal que nadie se ríe en la sala. Hubiera sido un verdadero desastre. Todo director, y todo actor, teme a este momento más que a cualquier otra cosa: el “gag” físico fallido. La caída que en lugar de graciosa es patosa. La gesticulación que no produce ninguna reacción en el público. En una palabra: hacer el ridículo. Máxime en esta ocasión, cuando la escena de marras era de alguna manera la culminación de la trama.
Tengo que reconocer que antes del rodaje estaba seriamente preocupado con esta escena, pero cuando empezamos a rodarla, y estábamos en uno de los primeros días de rodaje, sucedió algo: los dos actores chocaron accidentalmente sus raquetas y se me ocurrió que para empezar el enfrentamiento debían cruzarlas más a fondo, como si se tratara de un duelo a espada. Lo ensayamos... y mis preocupaciones se desvanecieron. Tenía delante a dos actores capaz de manejar la broma, de hacer el tonto, con la expresividad, elocuencia y vis cómica suficientes para sacar la escena adelante.
Y así fue: yo me divertí tanto rodándola como el público se ha reído viéndola. La moraleja es que si no tienes buenos actores cómicos, no intentes ser gracioso. Lo malo es que el “slapstick” es imposible de ensayar. Lo que hay que hacer es muy obvio. Hay quien lo hace con gracia, y quién no. Aunque el “gag” esté bien colocado, rodado y montado con ritmo, si el actor no tiene vis cómica no hay nada que hacer. Mejor dicho, hay que hacer otra cosa, dramática a ser posible.
Estas notas intentan reflejar las dudas y preocupaciones de un director cuando se enfrenta en una película actual a formas de la comedia tradicional como el “slapstick” o la “screwball” comedy, que están bastante en desuso. Todos tememos usarlas porque cuando se falla la caída es estrepitosa. Pero también nos da miedo por lo que decía al principio del artículo, porque una película alimentada con estas formas de comicidad parece que no esté contando algo interesante, algo que vaya más allá de provocar unas risas o sonrisas.
Ya he dicho que si no hay nada más, las risas son muy efímeras. La historia era muy simple, y estaba construida sobre una mezcla de farsa, musical, comedia romántica y, a veces, vodevil. Se trataba de dos parejas que, rompiendo su amistad, se engañaban los unos a los otros en un orden riguroso. Yo sabía que, a medida que se acercara el final, la historia necesitaba una conclusión. ¿Lo que estaban haciendo estaba bien o estaba mal? ¿Eran una pandilla de impresentables, o sencillamente personas normales metidas en grandes tribulaciones?
Para mí, sólo eran esto último, pero entonces, ¿cómo finalizar la película? ¿Debían volver cada uno con su pareja, o culminar los engaños con nuevas relaciones entre ellos? La solución a estas preguntas daría coherencia a la historia, y si el público, a la salida, sólo decía que se había divertido mucho, y por suerte eso sucedió, se iba a deber entre otras cosas a que la historia se había cerrado con una conclusión adecuada.
La idea de que la situación volviera al punto de partida, transgrediendo completamente la moral tradicional en una especie de amor libre utópico, era la única opción que me gustaba. Tanto el regreso con sus primitivas parejas como el cambio puro y simple de pareja resultaba empobrecedor. El problema era cómo contárselo al espectador sin que resultara inverosímil, y además había que contárselo rápido, en un solo movimiento. Y aquí vino en nuestro auxilio el hecho de que la película fuera musical.
La última canción, a medio camino entre escena de la película y ensayo rodado, resolvió tan difícil papeleta, dando, creo yo, esa consistencia que en el fondo tienen tanto las comedias como sus hermanas las tragedias y los dramas. Claro que la confirmación del acierto la tuvimos sólo después del estreno.
Por Emilio Martínez Lázaro, director de “8 apellidos vascos”
Piezas de colección notables (todas originales), además de documentos históricos de primer orden. De momento, programas de mano, carteles (póster o afiches) y fotografías. Los primeros representan al coleccionismo más extendido debido a su pequeño tamaño y al número de coleccionistas que hay. El póster personifica un cuadro que puede colgarse y de hecho se cuelga en muchos hogares e instituciones públicas y privadas.
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