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Hubo una vez un cine en España que comenzaba con el NO-DO, seguía con los tráiler y las filminas publicitarias a la carta (también conocidas como filminas a secas), continuaba con la primera película, luego el descanso (el primero, porque a veces había dos, cuando se iba la luz o se gastaban antes de tiempo los carboncillos), descanso como digo en el que volvían a ponerse esas filminas, proseguía con la segunda proyección de la noche hasta que, tres horas después, leíamos el Fin, Y con él llegaba el término del programa doble con que solían programarse los cines de hace cinco décadas en aquella España bañada en imágenes de Hollywood o de folclorismo español.
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De imágenes y también de voces –perfectamente definidas e identificadas–, que cuando llegaba el verano y las películas se “echaban” en los cines a cielo raso, con la Vía Láctea como techo de brillante luminaria, mandaban el eco de los sonidos de Gary Cooper o Silvana Mangano, las canciones de Antonio Molina y Joselito y la música de Saul Chaplin, Gene de Paul o Enrique Granados, a los pies de nuestros corazones encamados. Voces tan diáfanas y seductoras que ni siquiera los mosquitos de aquella época –gigantes prehistóricos que nos barrenaban sin piedad–, eran impedimento para imaginar todo tipo de historias que el sueño envolvía en fantasías delirantes.
Entonces muy pocos leían periódicos, y no había televisión. Solo el “parte” (las noticias), que hablaba de lo de todos los días y nos dejaba más ignorantes y confusos de lo que ya estábamos. La publicidad se reducía a poca cosa: estaba Cola Cao, Avecrem, la bicicleta BH, el jabón Heno de Pravia, colchón Flex... Publicidad que oíamos en Radio Madrid, Radio Intercontinental o leíamos en ABC, el Ya o en Pueblo (pero ya digo que se leía poco, pues la mayoría de la gente era analfabeta). Nos enterábamos de las películas siguientes que iban a estrenarse por los programas de mano que se repartían por las calles, por las diapositivas de propaganda cinematográfica que se exhibían en los cines o por los tráiler que proyectaban unas semanas antes en los mismos.
Cuando íbamos al cine sabíamos que empezaríamos viendo el NO-DO y que luego, después de los tráiler, mientras el operador colocaba en la máquina enormes y pesados rollos de 35 mm. (cuando llegó el Panavisión aún más pesados todavía), y mientras ajustaba los peligrosos carboncillos que, una vez encendidos, daban luz a la película al deslizarse por la ventanita del proyector, el dueño de la sala se ganaba unas pesetas extras con la proyección de filminas en las que se anunciaban cosas que tenían alguna utilidad para los que veíamos las películas en aquellos años de penuria: como los somier Numancia, las gaseosas Aguilar, los receptores Radiodina….
El negocio de estas filminas publicitarias en los años en los que los españoles íbamos al cine cuatro o más veces por semana
También se proyectaban los avisos que la censura nacional o de la localidad obligaba a poner al dueño del cine (como los bandos donde se notificaba que irían a la cárcel los que atentasen contra la moral pública; o el anuncio que prohibía fumar por orden gubernativa) y también aquellos otros que trataban de mantener el decoro o la higiene en la propia sala (como la abstención de comer pipas o de hacer ruido). Otra de sus misiones era la de anunciar las películas que proyectaría el cine en las sucesivas semanas. Las encargaban las distribuidoras a unas pocas empresas situadas en Valencia (Dibujos y Clichés Flor, Diapositivas Balmón), Palma de Mallorca (Cinesco) y Barcelona (Diapositivas Matas), especializadas en dibujar los anuncios y montarlos sobre unos clichés de membrana fotográfica o cristales que el distribuidor enviaba al exhibidor.
Diapositivas Matas y Cinesco eran dos empresas con sedes diferentes, pero con socios comunes, que se dividían el territorio nacional por zonas. De hecho, Matas y Cinesco llevaban el mismo diseño y montaje, de tal manera que en la parte superior del marco de la diapositiva se colocaba la dirección y el teléfono de Matas, mientras que en la parte inferior iba la lámina de Cinesco. Lo habitual era que llegasen con el saco donde se enviaba la película y se devolviesen con él. El propietario del cine encargaba, por su cuenta, a estas empresas que le diseñaran anuncios genéricos relacionados, como ya dije, con la higiene y el decoro de la sala. Eran diapositivas que se mezclaban con los anuncios de las películas y que quienes estábamos sentados en las butacas o en el “gallinero”, contemplábamos con recelo mientras comíamos esas mismas pipas que nos prohibían.
Diapositivas Flor, Cinesco y Matas tenían su propio equipo de dibujantes (entre una y tres personas; dependía de los picos de trabajo), quienes se encargaban de diseñar las creatividades que, tras el visto bueno del distribuidor, se fotografiaban en un cliché negativo, se positivaban y se montaban en unos marquitos de 8 x 7,5 cm. (los de Diapositivas Flor y Balmón) y 9,5 x 8,5 cm. (los de Diapositivas Matas y Cinesco). Estos últimos se enviaban protegidos con cristales transparentes que alargaban la duración de la película interior, mientras que los primeros, los de Diapositivas Flor, iban en marquitos de cartón.
El negocio de estas filminas publicitarias en los años en los que los españoles íbamos al cine cuatro o más veces por semana, y teniendo en cuenta que la mayoría de nuestros pueblos contaban con una o más salas, era provechoso, y ambas empresas estuvieron diseñando y fabricando clichés prácticamente desde principios de los años cuarenta hasta muy entrados los años sesenta. Desde el punto de vista creativo, las distribuidoras dejaban a los diseñadores que dibujasen y creasen con entera libertad, sobre todo tras comprobar que los primeros encargos que les habían hecho reflejaban una comunicación publicitaria que el público entendía con facilidad. Como los cartelistas que hicieron los póster, guías y programas de mano en estos mismos años, utilizaron como modelo para hacer sus labores creativas las fotografías y a veces (muy pocas) los pasquines internacionales que les enviaban las distribuidoras.
De esta manera, todos los clichés publicitarios que se fabricaron en España durante las tres décadas de vida que alcanzó esta “propaganda publicitaria cinematográfica” (como se indica en la inscripción de Diapositivas Flor), son completamente diferentes –salvo excepciones– a las imágenes que nos muestran los carteles, guías y programas de mano que servían, igualmente, para atraer a los españoles de aquellos años al cine. Y digo salvo excepciones porque en algunas de estas diapositivas (pocas, ciertamente) se encuentra la firma de algún cartelista famoso, como Jano.
En las imágenes que les mostramos, se pueden ver algunos ejemplos de esta publicidad no solo cinematográfica sino también institucional y empresarial. Para contemplar un número mayor de filminas les recomendamos que lean y vean la revista AGR número 37. Piensen que están en un cine de barrio o de pueblo (ya sabemos que no existen, pero insisto, imagínenselo). Cierren los ojos y déjense llevar por esta propaganda tan sugestiva, tan cargada de recuerdos, llena de rostros que se han convertido en arquetipos de la vida moderna, paradigmas de deseos casi nunca completados.
Están hechos por artistas que no solo lograron arrebatar al rostro de los protagonistas sus perfiles más emotivos y bellos, sino que consiguieron transmitirnos en unas planchas de color, atravesadas de ingeniosas tipografías, el entorno más profundo y fantástico de la película.
Por Antonio García-Rayo
Piezas de colección notables (todas originales), además de documentos históricos de primer orden. De momento, programas de mano, carteles (póster o afiches) y fotografías. Los primeros representan al coleccionismo más extendido debido a su pequeño tamaño y al número de coleccionistas que hay. El póster personifica un cuadro que puede colgarse y de hecho se cuelga en muchos hogares e instituciones públicas y privadas.
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