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La nave U.S.S. ENTERPRISE se mueve por el espacio, gracias a la fuerza de unos propulsores de estabilización que se abastecen de la energía de un reactor de fusión nuclear. En una de las versiones para pantalla grande, titulada “Star Trek: la ira de Khan” (Nicholas Meyer, 1982) el oficial científico Spock, penetra en el núcleo de plasma del reactor para salvar al resto de la tripulación y muere víctima de la radiación. Aunque en nuestros días (el autor escribe en marzo de 2002), los científicos no se ven obligados a realizar sacrificios tan notables, un grupo europeo de expertos (Jet Joint Undertaking) investiga, con un reactor experimental de fusión, el procedimiento más eficiente para alcanzar la “ignición”, proceso por el que se conseguiría una fuente prácticamente inagotable de energía, libre de residuos inmanejables o difíciles de eliminar. En Dunrrey, un lugar cercano a Oxford, se trata de lograr confinar en campos magnéticos el plasma turbulento, con el reactor de dispositivo toroidal TOKAMAK JET.
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Dominar las turbulencias del plasma puede permitir crear reacciones de fusión, si se consigue mantener durante suficiente tiempo la densidad y la temperatura muy alta, como en el núcleo de las estrellas. El problema es que los procesos de confinamiento de plasma requieren mucha energía, realmente tanta energía que en estos momentos se consume más de la que produce por la generación a través de la fusión. Sin embargo, no es aventurado declarar en estos momentos que ese reactor experimental ya ha probado la viabilidad de la fusión termonuclear, como fuente de producción masiva de energía y que sólo problemas de tipo presupuestario han ralentizado la puesta en marcha del diseño conjunto de la Unión Europea, Estados Unidos y Japón de la ingeniería de detalle del ITER (Thermonuclear Experimental Reactor): el reactor que definitivamente demostrará la viabilidad económica de esta energía alternativa. La manera en como Gene Roddenberry, creador de la saga de “Star Trek”, explicó la velocidad con la que se desplaza la nave del capitán James Tiberius Kirk, resulta muy plausible teniendo en cuenta los conocimientos disponibles ya en los años en los que se estrenó la famosa serie. Este es un ejemplo muy claro del planteamiento más clásico de la denominada ciencia ficción, practicada desde Julio Verne, pasando por H.G. Wells, Asimov y, desde luego, Arthur C. Clarke.
Sin embargo, generalmente las películas de ciencia ficción y, más concretamente, el tratamiento que se da a las naves espaciales en el cine, tiene que ver muy poco con la ciencia y más con el diseño o, en el peor de los casos, con la creación de un atrezzo futurista. Así se explica que en los primeros “Star Trek” no se plantease el problema de los viajes a mayor velocidad que la de la luz y la posible necesidad de hibernación de la tripulación, ya que cuando el capitán Kirk ordena abandonar la velocidad de impulso y la nave entra en velocidad de hiperespacio para los desplazamientos largos (incluso fuera del cuadrante Alfa, que ocupan la Federación, el imperio Klingon y el Romulano), la velocidad de crucero es de hiperespacio factor 6, igual a 392 veces la de la luz, lo que debiera suscitar multitud de problemas en relación con el paso del tiempo en la Tierra y los demás planetas.
Por otra parte, es también muy frecuente que las decisiones se adopten por criterios estrictamente económicos. Ése es el caso del “transportador” que desmaterializa a personas y objetos y los hace llegar al interior de la nave, en lugar de costosas escenas de naves auxiliares entrando y saliendo de complejos decorados, sin que se explique nunca cuál es la base tecnológica para semejante prodigio.
En “2001, una odisea del espacio” (1968), Stanley Kubrick se ciñe premeditadamente al planteamiento riguroso de A.C. Clarke, y de esa manera, tanto el gran “donut” que se encuentra en un permanente movimiento giratorio, con simulación de gravedad, como el desplazamiento inercial de las cápsulas espaciales, o el interior del habitáculo de la nave, o el diseño modular de la estación lunar y, sobre todo, el absoluto silencio del espacio interestelar, aportan una gran dosis de credibilidad al enfoque estético de la película.
Una buena parte de la película está impregnada del talento de Clark, muchas veces más cercano a los estudios de la NASA que a la literatura fantástica y, en este sentido, basta recordar anécdotas como que la carrera de “veleros” impulsados por las corrientes térmicas generadas por el sol, recogida en el relato titulado “El viento solar”, ha estado seriamente a punto de ser organizada recientemente por varios países. Quizás sólo es posible encontrar una iconografía tan realista y, en este caso, muy cercana al estado de la ciencia y tecnología actuales, en la película “Misión a Marte” (1999), de Brian De Palma. La estación orbital es prácticamente una copia del diseño de la Estación Internacional que estaba en fase de construcción en esos años.
El diseño de naves espaciales en el cine, ha sido un campo de trabajo para un espectro heterogéneo de creadores, desde dibujantes de cómics hasta ingenieros.Dentro de este segundo grupo se encuadra un personaje como Syd Mead, quien ha trabajado como diseñador industrial para compañías como Ford, Volvo, Philips, Chrysler, Boeing, Airbus y diversas empresas de construcción de barcos y, al mismo tiempo, ha diseñado la entidad V´GER de Star Trek, los vehículos de la precursora película Tron (Steven Lisberger, 1982), el diseño conceptual de Blade Runner (Ridley Scott, 1991), el transporte militar SULACO en “Aliens” (*) y la nave LEONOV de la película 2010. Odisea Dos (Peter Hyams, 1982).El diseño de naves espaciales en el cine, ha sido un campo de trabajo para un espectro heterogéneo de creadores, desde dibujantes de cómics hasta ingenieros.
Se pueden identificar dos tendencias en el diseño de vehículos espaciales en el cine: una estética tecnológica que potencia la apariencia más industrial de la maquinaria y la ingeniería, frente a otro planteamiento, más centrado en la belleza de las líneas, en la aerodinámica de los fuselajes y la esbeltez de las naves; casi una tensión entre lo dionisíaco y lo apolíneo.
Basta recordar la imagen de la NOSTROMO de “Alien, el octavo pasajero” (Ridley Scott, 1979), con su estética de barco petrolero o gran carguero de los mares, con grandes pañoles rectangulares en la parte alta de la nave. Aquí se detecta una línea de trabajo paralela y prácticamente coetánea a la de grandes arquitectos como Richard Rogers y Renzo Piano (Centro Pompidou), las tuberías, canalizaciones de cables, antenas, detectores o depósitos de combustible no se esconden, bien al contrario, se exhiben con un barroquismo tecnológico muy impactante a lo largo de más de 250 metros (en realidad, una maqueta de 35 centímetros). Tanto en el diseño de esta gran nave remolcadora de minerales, como en la creación de otros vehículos, aparatos y vestuario del film, intervino uno de los equipos de artistas más brillantes: el francés Jean Giraud “Moebius”, el suizo H.R. Giger y el británico Chris Foss.
Aunque “Moebius” se desligó del proyecto bastante pronto, conviene resaltar la importancia capital que este genial dibujante de cómics ha tenido en la creación de todo un mundo iconográfico para la ciencia ficción. Desde mi punto de vista, la pequeña historieta titulada “The Long Tomorrow”, así como “El garaje hermético” o todo el ciclo de “Los Incales” constituyen, además de cumbres de la historia del cómic contemporáneo, creaciones sin las que películas como “Blade Runner”, “Alien, el octavo pasajero” o “El quinto elemento” (Luc Besson, 1997) hubieran presentado una atmósfera completamente diferente. En el caso de “Alien, el octavo pasajero” su intervención más directa se dio el diseño de los trajes de la tripulación. Giger se encargó de todo lo que tenía que ver con el monstruo, incluyendo la nave abandonada en la que se encuentra el nido. Es inconfundible su “toque biomecánico”, la apariencia más orgánica que tecnológica, derivada de su costumbre de trabajar con huesos, lo que convierte la llegada al interior de la nave abandonada en uno de los momentos más inolvidables del cine de ciencia ficción.
El trabajo inicial de Foss con el NOSTROMO y la embarcación de salvamento, se integró con los dibujos de Ron Cobb, otro nombre importante en este ámbito, que ya había sido el responsable del diseño de algunos de los extraños individuos, que aparecen en la escena de la cantina de “La Guerra de las Galaxias” (George Lucas, 1977). Cobb es un claro exponente de la línea barroca, se ha declarado como “ingeniero frustrado” y centra su interés en diseñar una nave que presente el más mínimo detalle de naturaleza técnica, calculando incluso la capacidad de carburante y el funcionamiento de los motores.
No obstante, “Alien, el octavo pasajero” es fundamentalmente una película de interiores y éstos fueron creados por Cobb con un formato funcional. El puente de navegación, el equipo médico “autodoc”, la sala de hibernación, así como el resto de habitáculos presentan un aspecto muy solvente. El Director Ridley Scott incidió decisivamente en su acabado final, con el fin de conseguir una atmósfera claustrofóbica, pidió que se bajaran todos los techos y que se llenaran todas las superficies de cables, tubos, carteles y señalizaciones diversas. A esto se añadió la delimitación de dos espacios diferentes en la nave, mediante la iluminación más potente y blanca en la zona de las salas habitables frente a las luces apagadas y coloreadas de las cubiertas de carga y sala de máquinas, en las que merodeaba el “octavo pasajero”.
Quizás uno de los ejemplos más extremos de esta forma de concebir el diseño de naves, sea la nave BORG de alguno de los capítulos de la serie “Next Generation” y de la película para pantalla grande “Star Trek: primer contacto” (Jonathan Frakes, 1997), en mi opinión, el mejor de todos los largometrajes de la saga Star Trek realizados hasta la fecha (recordemos que el artículo se publicó en marzo de 2002), los cuales siempre han sido deficientes en comparación con la calidad de los guiones de los episodios de televisión.
La nave BORG es un enorme cubo sin paredes, una gran masa de cables, conmutadores, pantallas y materia orgánica injertada de elementos cibernéticos. Allí es integrado el capitán Jean Luc Picard del Enterprise, quien conectado a una memoria comunitaria pasa a llamarse Locutus y asume por un tiempo la política de asimilación/destrucción de civilizaciones galácticas, bajo el lema: “la resistencia es fútil”. En la versión cinematográfica, la sensual y mecánica “Reina Borg” coloniza la nave Enterprise, modificando progresivamente la apariencia de sus elegantes y desnudas cubiertas, hasta convertirlas en un amasijo tecnológico.
Precisamente, el diseño del Enterprise es una muestra de la otra tendencia, la “línea clara”, en el diseño de las naves espaciales para las películas, que se ocupa de conseguir un aspecto elegante y de pureza de líneas, escondiendo la tecnología bajo el fuselaje o en dobles paredes del interior. La nave de Star Trek es básicamente un disco en el que se encuentran el puente de mando y otras cubiertas, debajo tiene una simple estructura con forma de cigarro, a la que se adhieren dos propulsores de estabilización.
El diseño más simple y primitivo es el del cohete de Méliès o los clásicos platillos voladores de las películas de los 50 y 60 del pasado siglo, tan acertadamente recuperados en “Mars Attacks” (Tim Burton, 1998). En teoría, un transcurso histórico produce el avance tecnológico que debiera implicar una mayor preocupación por la estética: una vez dominados todos los desafíos de ingeniería, uno puede permitirse una armonía en el diseño. Aunque no disponemos de una versión cinematográfica de un desarrollo temporal amplio, en el que serían muy verosímiles grandes cambios tecnológicos y estéticos, apreciables en el campo de la literatura, como en el caso del ciclo de “Fundación” de Isaac Asimov, en cambio sí podemos observar el caso curioso de la saga de “Star Wars”.
Aquí hay un cierto contrasentido. En el primer episodio, que se desarrolla durante la infancia de Anakin Skywalker (“La Amenaza Fantasma”, George Lucas, 2000), aparecen naves sofisticadas y de líneas muy elegantes, sin aristas y de formas redondeadas cuyo ejemplo más contundente es la nave crucero de Naboo que la Princesa Amidala utiliza como transporte real. Se trata del modelo NUBIAN- 327 tipo J de metal con apariencia de cromado; su volumen está desarrollado en una superficie extraplana con un larguísimo morro propulsores, alargados por dos agujas que sobresalen claramente de la parte trasera. Su aspecto de cuchillo delicado y brillante, semeja más una joya que cruza el espacio, que un dispositivo de vuelo.
En cambio, aproximadamente cincuenta años más tarde, cuando los hijos de Anakin ya son adultos (“La Guerra de las Galaxias” de George Lucas, 1977), las naves parecen haber sufrido una regresión, tanto los acorazados y cazas imperiales, como los cazas rebeldes, e incluso naves de transporte civil como el HALCÓN MILENARIO, presentan acabados mucho más toscos, más poligonales y de líneas rectas: antenas parabólicas, cables, pantallas y otros mecanismos recubren gran parte de las superficies exteriores, que fundamentalmente son planchas ensambladas con tornillos y paneles de instrumentos, depósitos, conducciones, escotillas, cuadros electrónicos y lucecitas, miles de lucecitas en el interior.
Naturalmente, esta aparente incoherencia ha causado bastante extrañeza y se pueden plantear diversas explicaciones. La tesis que menos nos satisface a los fanáticos de “La Guerra de las Galaxias” es que se trata de un simple cambio en la estética de la saga, provocado por la distancia temporal con la que se ha retomado la producción de la nueva trilogía. En una línea diferente, basada en la vertiente narrativa del asunto, se puede afirmar que las guerras Klon y el proceso de involución política, habrían provocado una regresión tecnológica y una escasez de recursos que obligaría a adoptar un diseño estrictamente funcional.
Sin embargo, me atrevo a formular un hipótesis, basada en todo el contenido simbólico con el que George Lucas ha dotado a la saga: las fuerzas del mal aparecen siempre vinculadas a la hipertrofia tecnológica, desde la nave de bloqueo, los droides y destructores de la Federación, hasta la ESTRELLA DE LA MUERTE y los acorazados del Imperio, frente al planteamiento místico de los Jedi, su apariencia de monjes o el hecho de que siempre que se consigue doblegar al “mal”, es prescindiendo de la técnica, como cuando el pequeño Anakin desconecta el sistema automático del caza de Naboo y destruye la gran nave de bloqueo de la Federación, o su propio hijo Luke, como un Sigfrido o un Percebal galáctico, apaga la computadora para reventar la estación destructora de planetas, confiando simplemente en su instinto. Por lo tanto, siguiendo este planteamiento, sería lógico que mientras el Imperio y el lado tenebroso de la fuerza se hacen más poderosos, el entorno se vuelve más tecnificado y menos estético.
Supongo que aquellos que quedamos fascinados, cuando teníamos once o doce años, ante la pantalla de un cine, durante la proyección de “La Guerra de las Galaxias”, no podemos evitar buscar explicaciones desde el interior de la trama. Sin embargo, es probable que lo que se refiere a las naves espaciales en el cine, sea ante todo una cuestión de buen gusto. El diseño de vehículos espaciales está sometido a la narración cinematográfica, pero a lo largo de las décadas se aprecia la incidencia de distintas concepciones estéticas. Uno no puede dejar de comparar la NUBIAN de “La amenaza fantasma” con las ondulaciones metálicas de Frank Gehry, vincular al reduccionismo geométrico y minimalista de las naves alienígenas del final de “Inteligencia artificial” (Steven Spielberg, 2001) con los volúmenes cúbicos de Moneo o Herzog y De Meuron, o a las formas góticas de naves de “Encuentros en la tercera fase” (Steven Spielberg, 1977) con el repertorio estilizado y aerodinámico de Calatrava.
(Este trabajo fue publicado en la revista AGR Coleccionistas de Cine número 13, impresa en marzo de 2002 y perteneciente a nuestra editorial El Gran Caid. Su autor, Luis González, fue miembro del Comité Director del proyecto JET).
Piezas de colección notables (todas originales), además de documentos históricos de primer orden. De momento, programas de mano, carteles (póster o afiches) y fotografías. Los primeros representan al coleccionismo más extendido debido a su pequeño tamaño y al número de coleccionistas que hay. El póster personifica un cuadro que puede colgarse y de hecho se cuelga en muchos hogares e instituciones públicas y privadas.
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