Acaba de estrenarse “Nymphomaniac”, el último trabajo de Lars von Trier. ¿El argumento? ¡Sexo, sexo y más sexo! Así han vendido los productores el último trabajo de este polémico cineasta danés. Y no cualquier sexo, sino del fuerte, del que, al parecer, solo se práctica en los “bajos fondos” de la condición humana, cuando ésta se encuentra harta de cualquier experimentar con cualquier otra cosa. Hasta la actriz protagonista, Charlotte Gainsbourg, ha sacado a relucir todos los desencuentros de su interpretación sexual con el director. Ya hay quien la ha calificado de casi pornográfica. No es la primera vez que sucede.
El sexo en cantidades industriales y exhibido sin tapujos, cuando no ha sido tabú en el cine y la censura se ha cebado en él como si de una plaga se tratara, ha servido para lanzar a directores y estrellas y, de paso, convertir a las películas en éxito de taquilla en todos los países. Aunque el argumento fuese malo; incluso aunque no tuviese argumento y se tratara de una “mamada” continua, como en “Garganta profunda” (1972), en la que el norteamericano Gerard Damiano dirigía a una joven Linda Lovelace que dio mucho que hablar en esos años.
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Gerard Damiano estrena su película al mismo tiempo que otra bomba de sexo llamada “El último tango en París”. ¿Ustedes creen que la película que el italiano Bernardo Bertolucci estrena en 1972 estuviera prohibida, no digamos en España (donde la censura ejercía en plena orgía de poder), sino en su propio país por ser considerada pornográfica por jueces y eclesiásticos? La película interpretada por Marlon Brando y Maria Schneider (dándose el lote en la cama desnudos y masajeándose con mantequilla) fue otro de los capítulos de esta historia del sexo más desinhibidor en el cine. Sin embargo, de la manera que se practica el sexo hoy en todo el mundo, lo de Bertolucci parece cosa de adolescentes.
Como lo es todo cuanto acontece en “Emmanuelle” (1974), seguramente la película más polémica junto a “El imperio de los sentidos” (1976) de cuantas se realizaron en la década de los años setenta del pasado siglo. La primera la filmó el francés Just Jaeckin, y su mayor acierto es sin duda la elección de la actriz que encarna el papel de la joven desenvuelta y ansiosa de experimentar y probar todos los placeres sexuales posibles: ya sea en la cabina de un avión, en los prostíbulos del sudeste asiático o en cualquier otra parte.
Sylvia Kristel despertó en millones de hombres y mujeres ese placer por el sexo prohibido; y si fuera con ella, mejor todavía. Pero como esto no era posible, la mostraron en otros Emmanuelles, y dado el éxito mundial de la serie, surgieron Emmanuelles por doquier: negras, amarillas, blancas, zulúes... Aunque solo una se le acercó a la francesa, la actriz indonesia Laura Gemser (su “Emanuelle y los últimos caníbales” (1977) arrasó las taquillas, pero era ya un sucedáneo).
El japonés Nagisa Ôshima soliviantó a los públicos más conservadores y a las censuras, incluso de izquierda, de algunos países, con esa dramática historia semireal de Kichizo Ishida (interpretada por Tatsuya Fuji) y Sada Abe (Eiko Matsuda) que quieren vivir el amor hasta sus últimas consecuencias, practicando el sexo una y otra vez, sin salir de casa. Y el placer final llega tras un acto sexual que acaba con la vida del chico y la excitación amatoria de la chica. Con este argumento –visto al desnudo, y nunca mejor dicho, en una suma de orgasmos continuados–, “El imperio de los sentidos” (1976) enfureció a todos aquellos que se solían enfurecer por sobrepasar los límites morales del sexo en aquella década, arrojando a la película a las mazmorras de la censura de muchos lugares del mundo, entre ellos España.
En otro niveles, igualmente de alto erotismo y sexualidad, pero con la maestría del cineasta Pier Paolo Pasolini, está su trilogía: “El Decamerón” (1971, “Los cuentos de Canterbury” (1972) y “Las mil y una noches” (1975), tres platos fuertes de la provocación sexual a la que el cineasta italiano era muy aficionado, y que aderezó con un “postre” de una carga orgiástica enorme: “Saló o los 120 días de Sodoma· (1975(). Todas ellas sufrieron el martillo de la censura, incluso en su democrático país, sobre todo la última, que estuvo retenida y el cineasta denunciado por violar multitud de leyes. Igual que su otro compatriota, Tinto Brass, maestro también en la provocación, aunque no por razones políticas y morales como Pasolini. Brass se enfrentó con la censura (a cambio de éxitos de taquilla importantes) con su “Salón Kitty” (1976) y “Calígula” (1979).
Como vemos, los años setenta del siglo XX fueron prolijos en este ir y venir de películas de sexo subido y en los límites de lo que la censura consideraba pornográfico. Tenemos algunos ejemplos más, en la persona de otro cineasta único, el polaco Walerian Borowczyk, que comenzó rompiendo tabús con “Goto, isla del amor” (1969), se lanzó a la piscina con “Cuentos inmorales” (1974) y cabreó a todas las censuras del mundo (con pocas excepciones) con “La bestia” (1975). Conventos desmadrados, orgía sadomasoquistas en el Vaticano de los Borgia, sexo animal y toda una gama de variaciones amatorias que alarmaron a todos aquellos que veían al sexo y el acto del amor como algo íntimo de la pareja.
Desde entonces ha habido más ejemplos, pero a años luz de los mencionados. Quizá la excepción sea “La vida de Adèle” (2013) de Abdellatif Kechiche, de la que nos ocupamos en nuestras páginas de novedades, pues se estrena en febrero en el mercado físico y del VOD. Esto ha sido todo hasta el explosivo –aunque menos de lo que de verdad se dice– producto de Lars von Trier, gracias en parte a las declaraciones de Charlotte Gainsbourg. ¿Les dice algo que sea hija de Serge Gainsbourg y Jane Birkin?