Miércoles, 24 Junio 2015 12:36

Carlos Gardel moría hace 80 años en un accidente de aviación

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Hoy 24 de junio, se cumple el 80 aniversario de la desaparición de un cantante y del nacimiento de un mito: Carlos Gardel, el padre del tango. Su vida no fue menos melodramática que sus canciones, y su terrible muerte –en un accidente aéreo– destrozó los corazones de quienes habían amado «Caminito», «El día que me quieras» o «Amargura». Recordamos en el texto que sigue la historia del gran Carlos Gardel, nacido (en Uruguay según unos; en Toulouse opinan otros, aunque nadie da la fecha exacta) Charles Romain Gardes. Con tu permiso, «Morocho».

Era una tarde pálida, algo calurosa y con el entrecejo cargado de pronósticos tormentosos. En el aeropuerto colombiano Olaya Herrera de Medellín, un calendario marcaba el 24 de junio de 1935. El F-31 de la compañía Ernesto Sampe, pilotado por su gerente Miguel Saco, había aterrizado para repostar y para que los pasajeros almorzasen. No eran muchos: una veintena, y entre ellos se encontraba el mundialmente famoso cantante de tangos argentino Carlos Gardel, que se hacía acompañar, como siempre que iba de gira, por la orquesta La Pera y sus guitarras.



Su destino era Buenos Aires, donde iba a presentarse una vez más en el escenario de sus triunfos: el teatro San Martín, que tantas veces había recogido los ensordecedores aplausos que su público incondicional le otorgaba entre tango y tango. Gardel debía pensar en ello, o tal vez en su madre, el único amor duradero de toda su vida, cuando, tras comer, sin demasiado apetito (algo que le pasaba siempre que viajaba), esperaba sentado, con el cinturón abrochado, el momento del despegue.

Fuera, los motores roncaban como bocios aserrados.  Eh el interior, el «Morocho de Abastos», uno de los muchos apodos con los que se le conocía cariñosamente y que le habían puesto en el barrio bonaerense de Abastos las mis-mas pandillas con las que él había corrido de pequeño, de-partía animosamente con sus compadres. Apenas eran las cinco de la tarde. El F-31 esperaba las órdenes de la torre de control para efectuar el despegue, previsto para cuan-do el cuatrimotor de la compañía alemana Scadtas, que respondía al nombre de «Manizzalle-, enfilase la pista de aterrizaje. Era sólo cuestión de minutos. Todo respondía con normalidad. Sólo el fuerte viento en el exterior hacía más preocupante la espera.

De pronto, en un bandazo que el piloto alemán no pudo controlar, el viento desvió el aparato que efectuaba el aterrizaje hacia el lugar donde se encontraba el avión del «Morocho». El choque fue brutal. Saltaron los trozos de hierro del F-31 para dejar entrar un ala del aparato alemán, que se incrustó con fuerza en el interior del aparato embestido. Enseguida, la primera explosión; luego la segunda. Y otra más. Algunos pasajeros pudieron escapar por vías inesperadas. Otros ni lo intentaron, paralizados por el infierno desatado a su alrededor, que no tardaría en devorarles. Entre ellos estaba Gardel, quien quedó calcinado e irreconocible. Con él murieron otros 14 pasajeros de los dos aviones siniestrados.

La noticia de su muerte recorrió en cuestión de minutos las “cuatro esquinas” del globo. Carlos Gardel era el Rodolfo Valentino de la canción, el que había popularizado el tango por Europa y América, arrancándolo de la Plata y la pampa criolla. Nadie se lo podía creer. Pasaron años, incluso décadas, y numerosos bonaerenses (presos de una leyenda que aún colea) siguieron pensando que había salido vivo, aunque horriblemente desfigurado, por lo que se había visto obligado a vivir en la más terrible soledad. En Buenos Aires existía una vieja mansión colonial, conocida como Villa Ballester, a donde la gente iba en peregrinación, convencida de que ese era el lugar a donde se había retirado Gardel.

Pero Gardel, aquel niño que empezó su vida en Buenos Aires vendiendo cerillas por las calles de Abastos primero, y luego en Montevideo, con el fin de ahorrar para una guitarra, estaba muerto. Fue enterrado en el cementerio de San Pedro de Medellín. Desde entonces es costumbre que los nuevos tanguistas –aquellos que empiezan–, se acerquen al lugar donde yacen sus restos, junto a los de su madre, que fueron trasladados al mismo lugar donde reposan los del cantante, y con respeto le digan: «Con tu permiso, “Morocho”.»

La vida de Carlos Gardel, como la de esos personajes triunfantes que empiezan de la nada en algunas novelas, no fue fácil. Llegó a ser el cantante de tangos más famoso del mundo, después de trabajar en decenas de oficios mal-pagados. Y lo dramático: su madre se vio obligada a trabajar en sitios muy duros para sacar adelante a su hijo no esperado. Porque Carlos Gardel nació como producto de un desliz de la joven de Toulouse, Berthe Gardes, hija de una familia burguesa tradicional, que no la perdonó la falta –muchos años después, cuando Gardel era una celebridad, entonces sí la perdonaron–, por lo que, desesperada, se vio obligada a marcharse a América, práctica por entonces frecuente entre los desheredados del Viejo Continente, primero a Colombia, y más tarde a Argentina.

Como del padre nunca se supo, Berthe y Charles Romain Gardes, que tal era el nombre del pequeño, fueron recogidos en Buenos Aires, tras muchas peripecias y con el estómago ligero de equipaje, por la familia Rosa de Franchini. En este entorno, el chaval, que ha cumplido ya cuatro años, crece arrabalero, callejeando entre otros muchos como él, cuyos padres trabajan dieciséis horas diarias para sacarlos adelante.

No ha cumplido los quince cuando sin despedirse de su madre («No me atrevo a decírtelo en persona; perdona. Por eso te lo escribo por carta; me voy a hacer mi viaje», le escribe), cruza el Plata y se planta en Montevideo. Allá, en Abastos, queda la imprenta donde ha aprendido a colocar las letras, y allí vive igualmente su primer maestro, el tipógrafo brasileño Joao Diez.

Quiere, como tantos otros, buscar sus habichuelas por él mismo; hallar lo mejor, aventurándose por mil sitios distintos, en algunos de los cuales, piensa, puede esperarle la fortuna. Ancha y vacía era la América de entonces como para no hallar un lugar escrito con las propias letras del nombre del que arriesgaba más. Pero Gardel, que ya ha cambiado la s por la I y abandona-do su nombre francés, sólo encuentra al principio la manera de hacerse con unos pesos vendiendo cerillas.

El «negocio» le da suficiente para vivir. Mientras tanto, en contacto con la callejería y los humos de los cafés, va adquiriendo sus frases, modismos y acentos, es decir, el lenguaje que le hará famoso cuando, ya con una guitarra, producto de sus ahorros, y unas canciones que él mismo ha arreglado de oírlas por ahí a otros, se lanza a los cafés de su Abastos, donde van a ir a escucharle toda clase de marginados, de buscavidas, que ven cómo su música y su voz expresan la luz de sus angustias y esperanzas.

Está a punto de nacer el «Morocho de Abastos», que canta en Barracas y el Rodeman, sus dos primeras tabernas/escenarios, y viste de gaucho, con traje campero. No es todavía el teatro San Martín, de Buenos Aires, ni el Palace o el Empire, de París, donde ganará años después 3.000 francos diarios; o el teatro Apolo de su debut español. Apenas son unos pesos y la consumición gratis lo que saca en esas primeras tabernas/cafés, donde empieza a retumbar su voz de tenor timbrada, que se queda a mitad de fuerza para cantar las arias de su afición frustrada: la Ópera (estudió dos años como barítono en Milán).

Pero si para el “bel canto” su voz se queda corta, para el tango le sobra. Un buen día, los parroquianos de Buenos Aires se dividen: es el «Morocho de Abastos» el mejor tanguero, dicen sus incondicionales; “No, es el Oriental», aseguran los de enfrente. «El Oriental» es como se le conoce a José Razzano, el otro que canta tangos en la Argentina de entonces. Sin duda son los mejores, y tal vez los únicos, pues el tango no se lleva. Son el Pajador, el Patotero o los sonidos de la Pampa los que marcan la moda. Precisamente son estos últimos los que Gardel ha modelado en su alma, dándoles el sentido universal del tango criollo, que desplaza al charlestón argentinizado que suena en las mansiones burguesas.

El tango, a su vuelta de la Pampa, apenas si existe. Una de las primeras noticias que saltan a las páginas de los periódicos aparece cuando ambos inmigrados (Razzano viene de Italia) se enfrentan en un mano a mano musical para probar quién es el mejor. Fue en 1911, en la casa del pianista Gigena, en pleno mercado de Abastos. Entre ambos contrincantes nace, sin embargo, una gran amistad. Más tarde, cuando «El Oriental» perdió la voz, fue el representante de Gardel, y a su muerte, el albacea de sus canciones.

Pero de esa apuesta nace también un dúo, el de «El Oriental» y «El Morocho», que da vueltas triunfales por Argentina, Colombia, Brasil o Uruguay, y que durará hasta que, como queda dicho, el primero pierde la voz. Es la época en que por España suena otra voz, la del también tanguista prestigioso Francisco Spaventa, El tango, pues, va alcanzando altura. En Argentina no se habla de otra cosa, y muy pronto sucederá lo mismo en Europa: en España primero, y en Francia e Italia después. Más tarde, lo acogen con delirio en Londres y Nueva York. Y desde aquí, en fin, a Hollywood.

Primero es el cine. Por casualidad había hecho dos películas en Argentina por mediación de un amigo: «Flor de durazno» y «La loba», ambas en 1917, dirigidas por Francisco de Filippis, con un Gardel que pesaba cien kilos. Si la fecha de 1890 que algunos indican como la de su nacimiento (negada por la mayoría de sus biógrafos, pues no hay documento oficial al respecto) fuese exacta, «El Morocho» tenía por Ios años de su debut cinematográfico alrededor de 30.

 Deberán pasar otros 15 antes de que vuelva a la pantalla. Será en los estudios Joinville de París, contratado por la Paramount. Ya es un ídolo de multitudes. Está grabando discos con la casa Odeón (al morir dejó impresionadas más de quinientas canciones). Y la radio transmite una y otra vez «Entre colores grana», «Silencio en la noche», «La Morocha», «Mi noche triste», «Chíqué »...

Y siguen las películas: «Espérame»; «Melodía del arrabal» {con Imperio Argentina) y «Cuesta abajo», todas ellas dirigidas por Louis Gasnier. En esta última, el público prorrumpía en aplausos cuando Gardel canta el tango que da nombre a película, obligando a interrumpir la proyección, una otra vez, en todas partes donde se exhibía. Para el Zarzal Criollo», otro apelativo cariñoso que le colgaron, el cine no dejó de fluir: «El tango de Broadway», también de Gasnier; «El día que me quieras» y «Tango Bar», ambas de John Reinhardt.

A principios de 1935, Manuel Romero, director, argumentista y amigo de Gardel, acuerda con él que su siguiente película la rodará en Argentina. Título: «El caballo del pueblo», con un argumento hípico, deporte al que «El Morocho» era muy aficionado. Pero cuando volvía a su tierra, ocurrió el fatal accidente.

Poco antes de su muerte, Gardel había estado en España, a donde llegó por vez primera en 1924, en gira con la compañía dramática Rioplatense, debutando en el teatro Apolo. Los periódicos dieron noticia del acontecimiento y se sintieron por todas partes los aplausos cuando Gardel, vestido al estilo gaucho, con pantalón bombacho «chiripá», bordado de flores, rebenque al hombro, ceñido de cuero, colgante de monedas de plata, fieltro echado sobre las orejas, botas de potro y una guitarra deslumbrante, apareció cantando «Nueve de julio», «El cholo», «El esquinazo» y «El ciruja», entre otros muchos tangos.

           

Su muerte fue para muchos ciudadanos del mundo tan sentida como la de un familiar directo. Para la joven norteamericana de origen hispano, Estrellita de Elrigal, sin su ídolo vivo ya no tenía interés la vida. Y aunque nunca lo conoció personalmente, pero de quien tenía todos sus discos, se tragó una botella de lejía y a punto estuvo de palmarla si no intervienen con prontitud los médicos. La prensa también publicó el intento de suicidio de otra joven, la portorriqueña Suncha Gallardo, de 19 años.

Se repetían las circunstancias que concurrieron en la trágica muerte (por su juventud) de Rodolfo Valentino unos años antes. De hecho, Carlos Gardel era un ídolo en la canción tan popular como el actor. La Paramount lo había comprendido así, y estaba dispuesta a continuar produciéndole películas, ya en Hollywood, en un intento más de cubrir el hueco de Valentino. Al menos en Argentina, las películas que había interpretado –algunas francamente malas– habían servido para popularizar el cine sonoro, gracias a sus canciones.

Carlos Gardel era, pues, a la hora de su fallecimiento, un ídolo mundial. La reportera cinematográfica Mary P. Spaulding, corresponsal de «Films Selectos» en Hollywood, escribía en su reseña sobre la muerte de «El Morocho»: «Tal vez desde la infausta desaparición de Valentino, el mundo no había vuelto a estremecerse de dolor como ante la tragedia que troncha en flor la vida artística de Carlos Gardel.»

Hoy Gardel es ya historia. Historia viva a través de sus tangos y algo menos de sus películas, Hoy, los discos de Gardel son apreciados por coleccionistas y no son fáciles de encontrar. Tienen un tesoro los poseedores de los álbumes originales que contienen sus canciones más populares, aquellas ya citadas u otras como «El entierro», «Ivetté», «Flor del tango», «Mi Buenos Aires, tierra del Plata» (que popularizó antes que él Spaventa), «Cicatrices», «Mano a mano», «Adiós, muchacho», «La Cumparsita», «Madre selva», «Caminito», «Tomo y obligo», «Lo han visto con otra», «Los rubios de Nueva York», «El día que me quieras», «Espérame», «Sus ojos se cerraron», «Amargura» o «Cuanto tú no estés». Hoy, cuando él ya no está, es lo que nos queda, 80 años después, de su paso por la vida.