Fue considerada durante mucho tiempo como la mejor película producida en España (se rodó a lo largo del verano de 1935). Y lo fue, sin duda, por los medios de producción aportados, los actores extranjeros contratados (Victor Varconi y Eleanor Boardman) y el cineasta que la dirigía (el franco-argentino-estadounidense Harry d’Abbadie d’Arrast) que había sido ayudante de dirección de Charles Chaplin en “La quimera del oro” (1925) y tenía ya ocho largometrajes filmados en Hollywood, uno de los cuales, “Al servicio de las damas” (1927), logró un éxito comercial en todo el mundo. Curioso, pero “La traviesa molinera” sería su último trabajo cinematográfico (lo rodó con 37 años; falleció en 1968).
La película se estrenó en el madrileño cine-teatro Alcázar el 4 de octubre de 1934, estando en cartelera varias semanas. Esto significaba un importante éxito comercial, ya que incluso las grandes películas norteamericanas duraban en las salas de estreno una o dos semanas, pero no porque el público dejara de verlas, sino porque la regla de exhibición de esos años obligaba a sacarlas de cartelera para rotarlas por las salas de segunda y tercera categoría de la ciudad.
Hacía sólo un lustro que las películas habían empezado a hablar, aunque no todos los cines españoles disponían de equipos sonoros adecuados para proyectar. No era el caso del Alcázar. Pero en 1935, todavía muchas películas hechas en Hollywood se filmaban en varias versiones lingüística (la española era una de ellas, la principal por el número de hispanoparlantes que había) y a nuestro país llegaban “habladas en español” (así se les promocionaba), pues aún no se habían desarrollado del todo los canales de lenguaje incrustados en la propia película.
Lo que no se rodaban, por descontado, eran películas nacionales en varios idiomas, ya que nuestra exportación de largometrajes “made in Spain” era inexistente. Sin embargo, “La traviesa molinera” fue la primera y única excepción, debido una vez más al elenco artístico y técnico. Basada en la novela “El sombrero de tres picos” que Pedro Antonio de Alarcón editara por primera vez en julio de 1875 (basada en el romance “Molinera y Corregidora de Arcos”), fue rodada en tres idiomas: español, inglés y francés. Los tres tenían en común la producción y el equipo técnico, diferenciándose de la inglesa en los dos actores estadounidenses mencionados.
Ambos eran estrellas en su época, sobre todo Eleanor Boardman, que había rodado películas de gran calado comercial y artístico como “Y el mundo marcha” (1928), en este caso a las órdenes de su entonces marido King Vidor. Su trabajo en España fue titulado para su estreno en Estados Unidos “The Three Cornered Hat”, y fue acogido con buenas críticas y un éxito razonable en salas. La distribución en Estados Unidos corrió a cargo de la United Artists, la compañía más prestigiosa de Hollywood por haber sido fundada por Charles Chaplin, David W. Griffith, Mary Pickford y Douglas Fairbanks.
Los dos últimos habían sido “la pareja de América” hasta que se divorciaron. De hecho, el actor de cine de aventuras más famoso de su tiempo, visitó el plató de rodaje de los estudios CEA (recién inaugurados) durante su gira vacacional europea de ese año (lo vemos en la fotografía, entre otros, con d’Arrast, Edgar Neville, Luis Marquina, Eleanor Boardman, Lucas de la Peña, Ricardo Soriano y Hilda Moreno).
Los interiores de “La traviesa molinera” fueron rodados, como decimos, en los estudios madrileños CEA que entonces contaba con el mejor equipamiento técnico de nuestro país. Pero la gracia de la película de d’Arrast fueron sus exteriores (y más en aquellos años en que el público apenas viajaba y conocía el mundo a través del cine). Los componentes de la película se trasladaron, nada menos, que hasta Arcos de la Frontera, lugar donde Alarcón situaba su historia. Y decimos nada menos porque viajar por las carreteras españolas en esos años, y encontrar los alojamientos adecuados para la “troupe”, era casi una proeza.
Pero el esfuerzo mereció la pena, porque las imágenes extraídas de este paisaje andaluz, tan bello y accidentado, por los operadores –el español Agustín Macasoli y el alemán Jules Kruger– fueron soberbias. En este equipo técnico destacó igualmente la labor del escenógrafo Santiago Ontañón, quien fue en realidad el encargado tanto de reconstruir en la CEA el pueblo de la película como de hallar el paisaje urbano que después sería filmado en exteriores.
Como decíamos, el argumento de la película se basaba en el libro de Alarcón, del que Edgar Neville (que también asumía el papel de ayudante de dirección), recién vuelto de Hollywood, firmaba el guión que Ricardo Soriano, el productor, le había encargado con el visto bueno de d’Arrast. Ambos ya se conocían de su estancia en Hollywood unos años antes, donde habían coincidido en diversas veladas organizadas por Charles Chaplin en su casa.
La otra pata de “La traviesa molinera” era su fondo musical: una hermosa composición de Rodolfo Halffter “cosida” en los últimos momentos a la membrana del celuloide en laboratorios de París y Hollywood. Música que interpretaba una orquesta dirigida por el propio autor y que extendía sus notas musicales a las escenas del ballet de Miguel de Albaicín que interpretaba unos bellos números en la película.
Aunque los papeles interpretados por Victor Varconi y Eleanor Boardman para la versión inglesa eran de buen ver, fueron superiores los trabajos de Hilda Moreno y Santiago Ontañón en sus personajes de la molinera y el molinero. El resto del elenco era el mismo en las tres versiones: Manuel Arbó, Alberto Romea, Antonio Berdegue, Allan Jeayes, Nicolás D. Perchicot, José Martín, Amalia Sánchez Ariño, José Francés, Rafael Cristóbal y José Sierra de Luna.
¿Qué opiniones mereció la película en España? Entresaquemos la cualificada de Luis Gómez Mesa, entonces decano de los críticos españoles, quien en su libro “La literatura española en el cine nacional” escribe lo siguiente a propósito de la película de Harry d’Abbadie d’Arrast, “Era una superproducción muy divertida, con ese tono burlón del que, con ingenio, escarmienta al que pretende abusar de su privilegiada situación social”.
“La trama –seguía diciendo– culmina al final: apoteosis de jolgorio (bailes, canciones, carcajadas, estallido de alegría) del pueblo entero al difundirse lo ocurrido en la alcoba del corregidor –que quería los favores de la molinera– entre su mujer y el que por habilísimo truco se hizo pasar por él, que no era sino el propio molinero, nada celoso, por confiar en la fidelidad de su esposa”.
“Una grandiosa superproducción española que por su gracia chispeante, por su dinamismo y picardía, ha de causar las delicias de todo el público”, informaba la productora en su lanzamiento. Y añadía: “Es el amanecer de un cine español que nos dará prestigio más allá de las fronteras”. Había más alabanzas: “Es una bella y graciosa estampa andaluza de principios del ochocientos que viene a ser el fiel trasunto de nuestra tradición galante y picaresca”.
Ciertamente, “La traviesa molinera” podía haber sido el comienzo de un nuevo cine español. Desgraciadamente, eso no ocurriría hasta que unos años después empiecen a funcionar empresas como Filmófono o CIFESA, y no por mucho tiempo porque la Guerra Civil estaba a la vuelta de la esquina.