Miércoles, 06 Mayo 2015 10:57

Los primeros 100 años de inmortalidad de Orson Welles

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Hoy se cumplen 100 años del nacimiento del cineasta Orson Welles (en Kenosha, Wisconsin, Estados Unidos). Aunque parezca mentira, muchos no sabrán quién es, ni a qué se dedicaba. No hace mucho peguntaba por él a los alumnos de una clase de Historia del Cine, en una universidad privada, y solo uno alzó la mano para responderme que “Creía que era un actor”.

Y es verdad, fue un actor también. Algo es algo. Porque seguí preguntando –con el fin de conocer la cultura cinematográfica de los futuros cineastas–, quién era Luchino Visconti y nadie levantó la mano. Por supuesto, no conocían a Vittorio de Sica, ni a Roberto Rossellini, ni siquiera a un francés llamado François Truffaut.

Y cuando llegó el turno de adivinar quién era Luis Buñuel, otro aspirante a pertenecer a esa familia cinematográfica del futuro, levantó el brazo y me encasquetó: “El que rodó “Bienvenido Mr. Marshall”. Estaba claro que por ahí no iba a conseguir ninguna diana. Así que les pregunté por Tom Cruise, y la clase como en Fuenteovejuna, todos a una, levantaron el brazo. ¡Lo sabían!



Y también conocían (algunos) a Coppola, Cameron y, por supuesto, a Harrison Ford, Van Damme y a todos aquellos que les habían abierto las hambres para elegir la carrera de cineastas. Así que, a Orson Welles –ese atrevido director que asustó a los radioyentes estadounidenses de finales de los años treinta, transmitiéndoles una “invasión alienígena” en directo por radio antes de escribir, dirigir e interpretar “Ciudadano Kane” en 1941–, me tocaba a mí revelárselo.

Un joven delgado –en sus inicios, aunque luego se convertiría en un barrigón– y atractivo hombre de cine, que en su primer largometraje (el antes mencionado) logró sorprender a la industria del cine con un trabajo que nadie se hubiera atrevido a dirigir de la manera que lo hizo él: anteponiendo ¡en Hollywood! la estética, la puesta en escena (bellísima) de su película a la comercialidad de la taquilla. Y logrando que ésta, desde el primer momento, comenzara a ingresar dinero, como una hucha que engorda sin parar.

A estas alturas, de Orson Welles se ha escrito tanto y tan bien que resulta imposible decir algo nuevo sobre él. Antes, cuando no existía internet, podíamos echar mano de los eruditos libros que se escribieron sobre su obra (y también, de paso, sobre  su vida), o rescatar los miles de artículos y análisis que las revistas de cine de todo el mundo le dedicaron año tras año, mientras iba pariendo su rosario de películas que han servido, entre otras muchas cosas, para que los cineastas posteriores aprendieran a rodar cine.

Hoy, hablar de él para “fusilar” lo que ya está más que escrito y reescrito, nos parece pedante. Y lo peor de todo: ¿a quién le va a interesar? Así que nos vamos a conformar con decir que sus películas están a la venta legal en muchos portales de cine en internet, y en las estanterías de muchos centros comerciales que todavía venden cine. De algunas de ellas (como cineasta y actor) les mostramos fotografías en la galería de imágenes que acompaña nuestro artículo.

Si aceptan un consejo, junto a ese “Ciudadano Kane” inmortal, hagan un hueco en su tiempo y elijan para una tarde-noche de aburrimiento los siguiente títulos: “El cuarto mandamiento” (1942), “El extraño” (1946), “Macbeth” (1948), “Otelo” (1952), “Sed de mal” (1958), “El proceso” (1962) y “Campanadas a medianoche” (1965). En realidad son películas que se están proyectando continuamente por la pequeña pantalla, y que lo seguirán haciendo mientras el cine mantenga el interés de los espectadores del presente y del futuro.

“Faltaría algo al cine –escribió hace años el historiador Georges Sadoul–, de no haber existido este niño prodigio a quien gustaba caracterizarse de viejo, este hombre prematuramente envejecido que, con su genio y en su desorden, algo guarda de su infancia”.

Jean Cocteau (¡quién lo recuerda!), a su vez, lo retrató así: “Es algo como un gigante de mirada infantil, un perezoso activo, un loco sensato, un solitario rodeado de gente, un estudiante que se duerme en clase, un estratega que finge estar borracho cuando quiere que le dejen en paz. Quizá ha sabido utilizar mejor que nadie ese aspecto de oso adormecido que a veces aparenta”.

¿Saben lo que escogió para epitafio de su tumba? Lo siguiente: “No pienso en que alguien se acuerde algún día de mi, encuentro tan vulgar trabajar para la posteridad como trabajar por dinero”. Bueno, la verdad no pensaría en la posteridad, pero ésta sigue pensando en él. Y lo del dinero, es cierto. Derrochó a espuertas, pero no para darse la gran vida (que tampoco se mantuvo al margen, porque le gustaba comer, viajar, las fiestas con amigos y muchas otras cosas), sino porque tuvo que poner mucho dinero para filmar sus películas tan costosas y, a priori, nada rentables para el productor. De ahí que interpretara 122 películas, la mayoría de las cuales le sirvieron para financiar sus propios proyectos.

Recuerdo las palabras del productor español Emiliano Piedra, quien un día le vino Welles a proponerle la filmación de una película en España (país por el que sentía fascinación y sentimientos encontrados, y en el que pasaba largas temporadas): “Me propuso una obra de William Shakespeare, y me puse a temblar. ¡Shakespeare no era rentable en España, y yo iba a quedarme solamente con la distribución aquí! Le di muchas vueltas, pero al final me dije: “Al carajo, es Orson Welles, y yo puedo y quiero tener una obra suya. Así que le contesté que sí. Y bueno, no perdí dinero con ella”.

¡Una obra suya! Es decir, algo así como poseer un Rembrandt, un Goya o un Picasso, si no fuera porque éstos tienen una vida más exclusiva, y la propiedad intelectual (con tiempo de caducidad en casi todas las obras de arte) no hace mella en ellos, sino que su obra se sigue vendiendo, cada año que pasa, por un precio más alto. En cambio, las películas, como los libros, tienen un finiquito para su autor o su propietario (el que marca la ley de cada país). Solo eso los diferencia. Pero la inmortalidad es la misma.