El cine sobre las artes culinarias (vulgarmente, sobre las labores de la cocina en los restaurantes o en casa) está de moda en estos últimos años. Un buen número de películas lo atestiguan. Sin ir más lejos, en este 2014 se han estrenado ya dos: “Un viaje de diez metros” de Lasse Hallström (el director de “Chocolat”, 2000) y “Chef” de Jon Favreau. Europa, Estados Unidos, y la India están detrás de sus “cocinas”.
Salvo algún ejemplo excepcional (como el drama “El festín de Babette”, dirigido en 1987 por Gabriel Axel), este tipo de películas se desarrollan, por lo general, en el género de la comedia. En el tiempo presente o en el pasado. En ese caso (la comedia), se trata de películas sobre cocineros inventados o auténticos que sirvieron en las cocinas de príncipes, nobles o reyes, como “Vatel” (2000) donde Roland Joffé convierte a Gérard Depardieu en el gran cocinero que revolucionó la cocina de la Corte de Luis XIV.
La más antigua película sobre la cocina que se conoce (si obviamos “Repas de bébé” que los inventores del cine, los hermanos Louis y Auguste Lumière, filman en 1895; en realidad le estaban dando de comer al hijo del primero), es una producción italiana de episodios (hoy les llamamos entregas o de segundas y más partes) que se tituló “Los siete pecados capitales” (Episodio “Gula”) dirigida por Camillo De Riso en 1919, e interpretada por la diva (estrella) de esa época, Francesca Bertini.
Desde entonces, las cocinas de los restaurantes han desfilado tímidamente por el cine, no siendo hasta “La gran comilona” de Marco Ferreri, en 1973, cuando despierta con “un hambre voraz”. Y la gran comilona se la dan Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Ugo Tognazzi y Philippe Noiret.
Desde entonces, el cine francés, el italiano, el norteamericano y el español se han repartido el medio centenar de títulos cuyo argumento es la cocina o el restaurante. Además de los ya citados, encontramos otras producciones representativas como “Muslo o pechuga” de Claude Zidi (1976), “Cinco Tenedores” de Fernando Fernán Gomez (1979), “La mitad del cielo” de Manuel Gutiérrez Aragón (1986), “Frankie y Johnny” de Garry Marshall (1987), “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” de Peter Greenaway (1989), “Comer, beber, amar” de Ang Lee (1994), “American cuisine” de Jean-Yves Pitoun (1998), “Chocolat” de Lasse Hallström (2000), “Deliciosa Martha” de Sandra Nettelbeck (2001), “Mi gran boda griega” de Joel Zwick (2002) o “La cocinera del Presidente” de Christian Vincent (2012).
Como ya decíamos al inicio, las dos últimas películas en llegar a las pantallas con sabores culinarios son las de los cineastas sueco Lasse Hallström y estadounidense Jon Favreau. El primero, con “Un viaje de diez metros” (un deliciosa manjar digno de 3 estrellas Michelin), nos coloca en el choque entre dos culturas culinarias: la europea –para ser más preciso, la francesa– y la oriental, representada por una familia de cocineros indios. El segundo nos da un repaso por las cocinas autóctonas de Estados Unidos que el propio Favreau (también actor, en el papel de “chef”) nos hornea con olores que nos abren el apetito aunque no tengamos hambre.
Y hablando de hambre. Hay muchas maneras de saciarla, incluso aunque la comida escasee o solo sea un espejismo digno de un loco o de una alucinación, como la que sufre Charlot en “La quimera del oro” (Charles Chaplin, 1925). ¿Han visto ustedes comer con tanto magisterio, esmero, exquisitez y preparación como lo hace el hombrecillo hambriento que confunde su mísera bota estofada en agua y sal con un manjar... y convencido de que los cordones son espaguetis? La misma alucinación que sufre su compañero de hambres, el gordinflón Big Jim McKay (Mack Swain), el cual confunde a Charlot con un enorme gallo.
Nada que ver con los banquetes que preparaba a Luis XIV un cocinero llamado Vatel, del que apenas si se tienen referencias (las de una carta de Madame de Sévigné contando la triste historia de este creador de sabores). Vatel servía a las órdenes del príncipe de Condé, en el castillo de Chantilly. Aquí lo descubre el monarca tras una opípara comida y una posterior sucesión de festines que deja impresionados tanto a él como a la corte viajera. Y sigue cocinando para ellos hasta el último día, un aciago 24 de abril de 1671, en el que la falta de suministro de pescado acaba en un desastre. Vatel no puede soportar la deshonra y se suicida, Las bacanales llegan con el “peplum” (cine de romanos), ese género tan italiano en el que ya desde “Cabiria” (Giovanni Pastrone, 1914) muestra cómo comían los césares y emperadores de Roma. Con ese género aparece la esencia del banquete: la fiesta reforzada por el alimento. Recordemos cuatro ejemplos, con sus espectáculos de circo y sus bacanales: “Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951), “Cleopatra” (Joseph L. Mankiewicz, 1963), “Espartaco” (Stanley Kubrick, 1960) y el “Satiricón” (Federico Fellini, 1969).
Ya en nuestros días, un pequeño relato de Karen Blixen, la autora de “Memorias de África”, es la base sobre la que Gabriel Axel construye la que, hasta ese momento, va a ser el exponente del mejor maridaje entre cine y gastronomía: “El festín de Babette”. La historia comienza en el invierno de 1876, en la parte danesa de la península de Jutlandia, donde atraca una barca en la que viaja una atractiva mujer que viene huyendo del París de la Comuna.
En un paisaje desolado, donde apenas existen unas pequeñas casas en las que viven una comunidad bajo estrictas reglas religiosas, la joven es acogida con cariño, aunque con un distanciamiento típico de esas creencias. Pero Babette se gana su amistad, y como pago a su acción benefactora, decide invertir todo lo que ha ganado con un billete de lotería en un festín gastronómico donde demostrará lo valiosa que era en su antigua profesión, cocinando platos que sus invitados, en su vida, habrían soñado probar.
El cine ha acercado mundos y culturas. Y la cultura gastronómica oriental ha quedado presente en películas como la citada y recién estrenada en salas “Un viaje de diez metros” o “Comer, beber, amar” que Ang Lee filmó en 1994, y en la que retrata la vida de un viejo cocinero y sus tres hijas, dando pie a una deliciosa historia donde, precisamente, lo culinaria lo invade todo, hasta el punto de marcar sus tiempos, el discurrir de sus vida, las discusiones, los triunfos y sus frustraciones.
Con el boom de la cocina son muchas las películas en las que, de una manera u otra, aparece el hecho culinario como coprotagonista de la historia. “American Cuisine” (Jean-Yves Pitoun, 1998) refleja el fuerte temperamento de algunos “chefs”. En “El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante” (1989), Peter Greenaway se sirve de la cocina como pretexto estético para una historia singular. En “Deliciosa Martha” (2001), su directora, Sandra Nettelbeck, ha logrado integrar el mundo de la gastronomía con una historia llena de amor y de ternura.
Y en la ya citada “Chocolat” (2000), Lasse Hallström utiliza la deliciosa interpretación de Juliette Binoche para adentrarnos en el indefinible, elaborado y casi arcano mundo de la repostería. Por el contrario, en “Woman on top”, dirigida por Fina Torres en 2000, Penélope Cruz, dueña de un restaurante en la población brasileña de Ciudad de Bahía, despliega en él sus artes culinarias más exóticas.
Hallström se acerca al cineasta español Luis Buñuel en el número de películas realizadas sobre el arte culinario. Muchas del aragonés, están llenas de guiños a la buena cocina, sobre todo “El discreto encanto de la burguesía” (1972), donde los burgueses protagonistas están de fiesta continuamente y, por lo tanto, dando buena cuenta de los sabrosos platos que les ofrecen los cocineros franceses. En “Viridiana” (1961), recurre al famoso cuadro de Leonardo da Vinci “La Santa Cena” para montar la secuencia del festín de los mendigos. También la pintura de Leonardo se incluye en el final de “La Vía Láctea” (1969), con un Jesucristo de protagonista al que el director le da un toque igualmente cáustico y crítico.
Hay muchas más, donde la cocina es un gesto, una razón o el argumento completo. Conozcamos, para terminar, algunas en sus títulos y director: “Comida sobre la hierba” (Jean Renoir, 1959), “Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992), “Delicatessen” (Jean Pierre Jeunet y Marc Caro, 1990), “Portrait: Orson Welles” (François Reichenbach y Frédéric Rossif, 1979). Y para rizar el rizo, un título de animación –de la marca Walt Disney–, “La Dama y el Vagabundo” (Hamilton Luske, Clyde Geronimi y Wilfred Jackson, 1955), deliciosa y romántica aventura canina que tiene un romántico interludio en un restaurante italiano.
Es la última que citamos, pero habrá muchas más en el futuro, porque el cine y la cocina están casados de por vida. Al menos mientras los ingresos cinematográficos y videográficos lo demuestren.