Se acaban de entregar los Oscar 2013-2014, como es habitual en el Teatro Dolby de Los Ángeles, situado en la zona más concurrida de Hollywood Boulevard, al lado del Teatro Chino y enfrente del Hotel Roosevelt (inaugurado el 15 de mayo de 1927 para acoger a las estrellas del floreciente Hollywood en su primera entrega de estos premios).
Y como es habitual todo transcurrió tranquilamente, en ambiente de fiesta. Como siempre, se estudió hasta el más mínimo detalle, pues había que cumplir el objetivo de todos los años: entretener y fascinar a cientos de millones de personas de todo el mundo que vieron la ceremonia por televisión o internet
Como en la ceremonia de los César franceses, que tuvo lugar el 1 de marzo. Y como sucedió en los BAFTA ingleses, que se entregaron el pasado 19 de febrero. O en los David de Donatello italianos, otorgados en junio del año pasado y que lo harán en éste. Todos se desenvolvieron con la tranquilidad de una fiesta en la que el cine de cada país intenta reflejar lo mejor de sí misma, como industria y como cuerpo glamuroso.
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Todo lo contrario a lo que viene sucediendo en España desde hace mucho tiempo. En nuestro país parece que cada nueva entrega de los Goya está programada para que, en vez de resaltar lo mejor de nuestro cine y verter el perfume de nuestras estrellas, se coloque en primera página de los medios de comunicación los enfrentamientos entre los distintos gobiernos y nuestra industria. Cuando no son otras razones que más o menos tienen que ver con la profesión: como los derechos de los internautas a bajarse películas gratis o la represión del pueblo sahariano por Marruecos.
Y no es que no le falte a nuestra industria razón para estar cabreada con el gobierno y, muy particularmente, con su Ministro de Cultura, Educación y Deportes, al que ya se le llama por todos los foros Ministro de Anticultura. Y contra su Secretario de Estado, que da la cara por él continuamente, prometiendo cosas y diciendo por todos los lugares que va que la solución a los problemas de esa industria cabreada (con razón) están cerca.
España es diferente. Siempre se ha subrayado como un tópico que nos ha marcado en el peor de sus sentidos: el alejamiento de los demás. Así que con esa marca y esos cabreos infinitos, una ceremonia que debía parecerse a la de Estados Unidos, Reino Unido, Francia o Italia, se convierte cada año en una reyerta propia de personajes de una película de Berlanga o Saura.
Nuestro público, sin embargo, quiere ver lo que ha visto en la última entrega de los Oscar: glamour, belleza, vestuario, peinados, escotes, sí. Pero también profesionales de gran talento, capaces de producir películas que arrasen en la taquilla, y se alquilen en los videoclubs o en las plataformas de VOD legales a decenas de millares (claro, que para eso el gobierno tendrá que acabar con la piratería).
Mientras tanto, el cine norteamericano, el británico, el francés y, en menor medida, el italiano, aterrizan en nuestras salas y alcanzan taquillas razonables en una época en la que lo razonable para el cine español es una ecuación con incógnitas muy difíciles de resolver llamadas piratería, subida discriminada del IVA y torpeza y estúpidas venganzas de los políticos que mandan.
Mientras en España nos peleamos, fuera hacen sus planes de márketing, organizan sus estrenos, producen sus películas con criterios de profesionalidad que no conducen, como aquí, a rodar películas de 5 millones de € que recaudan 300.000. Y mientras, nuestro público, se faja en títulos como “12 años de esclavitud”, “Gravity”, “El gran Gatsby”, “El reino del hielo”, “Dallas Buyers Club”, “Blue Jasmine”, “Her” o “La gran belleza”, dejando de lado películas tan magníficas “made in Spain” como “Vivir es fácil con los ojos cerrados”, “Las brujas de Zugarramurdi”, “La herida”, “Caníbal” o “La gran familia española”. ¿Hasta cuando será así?